Los primeros compases de diciembre llegaron al principado de Mónaco. El frío Sol, que tímido despuntaba en el horizonte, me descubría una jornada más el museo oceanográfico. El enorme edificio parecía emerger de entre las rocas del acantilado sobre el que descansaba, a ochenta y cinco metros por encima del nivel del mar. Altivo, desafiaba el paso del tiempo y resistía impasible el embiste de las olas, como si las piedras que lo conformaban se hubieran impregnado de la perseverancia que Jacques Cousteau demostraba ante las adversidades a bordo de su fiel barco Calypso.
Pero mi carácter no era el del aquel aguerrido explorador marino. Mi mente empezaba a mostrar signos de flaqueza después de permanecer encerrado siete días en aquella celda, aislado de cualquier contacto con el mundo exterior excepto el que podía divisar a través de los barrotes de la diminuta ventana. El desconocimiento acerca del estado de salud de Mélissa, era un monstruo insaciable que se alimentaba de mi llanto durante las maratonianas jornadas en el interior de aquel reducido cubículo. Hundido en un rincón, me consumía sin poder evitarlo.
De pronto, la creciente cercanía de unos pasos hacia mi posición consiguió distraerme. Y el silencio que siguió al detenerse delante de mi puerta, logró captar toda mi atención. Transcurrieron dos eternos segundos hasta que el coqueteo de unas llaves en la cerradura dio lugar a la apertura de la puerta, por la que entraron dos guardias uniformados con idéntica vestimenta y fuertemente armados. El primero se detuvo en la entrada, y el segundo se acercó hasta el fondo de la misma, donde yo, sentado en el suelo, observaba la escena con atención.
—Buenos días señor Graton —Alcé la cabeza y miré a los ojos del hombre que se dirigía a mí—. Su fianza ha sido abonada. Cámbiese de ropa y acompáñenos.
—Es…está bien —contesté con voz titubeante.
—Puede guardar sus pertenencias en esta bolsa de plástico —Me extendió la misma y sentenció—, le esperamos fuera.
Desconcertado debido a la inesperada noticia recibida, cogí las pocas piezas de ropa que tenía repartidas entre la estantería metálica y la cama, y las guardé en el interior de aquella bolsa transparente. Me dirigí a la mesita de noche y vestí mi muñeca izquierda con mi Tag Heuer Carrera, que indicaba que mi libertad llegaba cerca de las ocho y veinte. Con lo poco que tenía en mi poder, abrí la puerta y salí al pasillo, pero el otro guardia detuvo mi paso con su presencia, a la vez que sujetaba unas esposas abiertas en sus manos.
—Es simple protocolo —Me aclaró mientras yo dejaba que el helado metal rozara de nuevo mi piel.
Maniatado, caminé por el longevo pasillo escoltado por los dos agentes, y acompañado durante todo el trayecto por las miradas desafiantes que el resto de presos me lanzaba desde sus obligadas estancias. Eran dardos envenenados que se clavaban en mi nuca. Transcurridos un par de minutos llegamos a una puerta de seguridad, que se abrió a petición de mis acompañantes. La cruzamos y avanzamos hasta una pequeña sala donde había un par de sillas y un mostrador vallado. Detrás de este se divisaba una estancia donde otros guardias monitorizaban en varias pantallas las diferentes cámaras de la prisión, acompañados por una vieja radio que se esforzaba en reproducir Such a same de Talk Talk.
—Faustin, ¿tienes el documento preparado? —Le preguntó el guardia a su compañero situado al otro lado del mostrador, mientras el segundo me liberaba de las esposas.
—Si, aquí está —Y me facilitó un pequeño formulario por el minúsculo hueco que quedaba, acompañado de un bolígrafo—. Firme en la esquina inferior derecha.
Una vez plasmado el garabato, una última puerta se abrió, y dejó al descubierto una sala de espera, donde un impaciente Philippe esperaba mi presencia.
—¡Michel! —Se lanzó a abrazarme mientras intentaba mantener las lágrimas, pero en mi desesperación detuve su emotivo gesto.
—¿Cómo esta Mélissa, Phil? ¡Necesito verla!
—Cálmate Michel, está bien —Noté como me fallaban la piernas
—¡Necesito verla! ¡Necesito ver…! —Philippe me cogió para evitar mi caída, mientras me ahogaba en el llanto más desconsolado.
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