Se acercaba la celebración del cincuenta aniversario de la fundación de Ferrari, posiblemente la marca de automóviles más conocida a nivel mundial. Y la ocasión merecía un modelo especial. Sobre el papel parecía un reto fácil, pero la realidad era bien distinta. El presente estaba lleno de supercoches dispuestos a dejar su huella en el olimpo del automovilismo. Bugatti y Jaguar habían presentado sus EB110 y XJ220 respectivamente, ambos con motores sobrealimentados, dos turbos para el inglés y cuatro para el modelo francés. Y una desconocida McLaren daba un golpe de efecto con el F1, un coche del que poco o nada queda ya por explicar.
Al mirar atrás, el desafío cobraba mayor dificultad, y es que el todopoderoso F40 había dejado el listón muy alto. La brutalidad de su V8 animado por dos Turbos IHI, que no concedían espacio al error, junto con el aura perenne de ser el último Ferrari que Il Commendatore vio en vida, hacían que, el simple hecho de igualarlo, fuese una tarea titánica. Con todo, los ingenieros de Maranello nadaron a contracorriente y crearon un vehículo con una única misión. Elevar al máximo el placer de conducir.

El 8 de Marzo de 1995, en el incomparable marco del salón de Ginebra, y dos años antes del cincuenta aniversario, se presentó el nuevo Ferrari F50. Las portadas de las revistas especializadas de todo el mundo eran monotemáticas. El color rojo Ferrari predominaba en los quioscos, y los niños, jóvenes y no tan jóvenes suspiraban con la nueva máquina de Maranello.

Al conocerse las prestaciones, de infarto para la época y aun en la actualidad, muchos tifossi se sintieron decepcionados. El corazón, un V12 atmosférico a 65º, cubicaba 4698 centímetros cúbicos, y entregaba una potencia de 520cv a un régimen máximo de 8500rpm, situándose la zona roja cerca de las 10.000rpm. El par, de 471Nm, se entregaba 2000rpm antes, concretamente en las 6500rpm. Toda esa caballería se transmitía a las ruedas traseras mediante una caja de cambios manual de 6 velocidades y lanzaba al biplaza hasta los 325Km/h.
Las cifras, siendo espectaculares, no eran mejores que las de la competencia. Su rival más directo, el F1, extraía 627cv de su V12 de origen BMW, y detenía el velocímetro en unos escalofriantes 386Km/h. Los cuatro turbos del EB110 lo catapultaban hasta los 342Km/h, gracias a sus 645cv. Y el Jaguar, que se conformaba con 550cv, rozaba los 340Km/h. ¿Y el antecesor? El F40, nacido 8 años antes, y pese a contar con 42cv menos, solo era dos kilómetros por hora más lento que el recién nacido cavallino.

Entonces, ¿en que se equivocó Ferrari? En nada. La marca, ya consagrada en el mundo del automovilismo, no necesitaba entrar en una guerra de números, y focalizó sus esfuerzos en difuminar la línea que separaba la carretera del circuito con un coche especial desde su desarrollo.
Piero Ferrari, segundo hijo de Enzo y por aquel entonces vicepresidente de la compañía, tenía en mente un sueño simple que expresó poco después del lanzamiento del F40, a finales de la década de los ochenta. Y no era otro que la creación de una barchetta que partiera del 125 S, el primer Ferrari ganador de la historia, y que se beneficiase de toda la tecnología acumulada por la marca durante sus 50 años hasta la actualidad. La idea sedujo al estado mayor de Ferrari, que dio luz verde para el desarrollo del proyecto bautizado como F130, y que contó con la supervisión directa del entonces presidente de la marca, Luca Cordero de Montezemolo.

Para empezar, un estudio de mercado determinó que había unos 350 clientes potenciales para el nuevo modelo. Entonces, se decidió fabricar 349 unidades, en homenaje a Enzo Ferrari, que mantenía que una unidad menos de lo que el mercado demandaba era la producción perfecta. Todas las unidades se reservaron incluso antes de iniciar la producción, y Ferrari limitó el número de reservas a una por persona, o concesionario. Y no bastaba con desembolsar los 60.000.000 de pesetas de la época —440.000€ al cambio—, ya que la firma exigía haber sido propietario de como mínimo dos modelos de la marca, siendo uno de ellos el F40. Por último, en aras de evitar las especulaciones como pasó con el anterior supercoche, no podía venderse hasta pasados dos años desde su adquisición.
Técnicamente, el desarrollo del F50 era diametralmente opuesto al del F40. Si el modelo del 87 sirvió como un lienzo en blanco donde plasmar y probar los últimos avances, el F50 recogía toda la tecnología ya probada por la marca en la Formula-1. El monoplaza 641 de 1990, pilotado por Nigel Mansell y Alain Prost, sirvió de base mecánica. Se abandonó la sobrealimentación y se volvió al esquema mecánico tradicional de la marca, el V12 de aspiración natural. El nuevo motor era uno de los más avanzados en aquel momento, y contaba entre otros con cinco válvulas por cilindro, sesenta en total, lubricación por cárter seco, gestión electrónica integrada de última generación de la admisión y el encendido, sistema de apertura variable de válvulas de admisión y de escape, trompetas de admisión de longitud variable, cajas de aire de carbono y bielas de titanio. El uso de materiales ligeros hizo que el peso del bloque fuese de apenas 198kg en seco.

La estructura del F50 es, al igual que su rival el McLaren F1, una cédula monocasco en su totalidad, exceptuando el techo targa, conformada por kevlar, nómex y fibra de carbono, ensamblado en forma de panal de abeja. De su producción se encargó la empresa Cytec Aerospace. Era una solución novedosa para un modelo de calle, pero común en el mundo de la competición, y es que el chasis del nuevo modelo derivaba del laureado Ferrari 333SP que competía en el campeonato IMSA. Al observar el vano motor del F50 es cuando se comprendía la magnitud del proyecto. El motor, colocado en posición longitudinal y atornillado directamente al casco, actúa como elemento estructural, y soporta la caja de cambios y las suspensiones traseras de triángulos superpuestos unidas a esta.
Para vestir al modelo se recurrió una vez más a la experiencia de Pininfarina, que se inspiró en su concept car Mythos, del año 1989. El frontal fue la parte más criticada, ya que no resultaba tan atractivo como otras creaciones del diseñador italiano, debido en parte al excesivo número de entradas de aire, por otra parte completamente necesarias. La trasera en cambio, seguía la estela del F40 con un alerón de generosas proporciones y con los cuatro pilotos traseros insertados en una enorme rejilla que dejaba entrever la parte mecánica.

El interior, en busca de la eliminación de elementos superfluos, resultaba minimalista. Un salpicadero de diseño simple realizado en fibra de carbono equipaba la botonería necesaria, y, dos bacquets con cinturones de tres puntos se encargaban de acoger a los ocupantes, que , como únicas concesiones al confort, disponían de radio y aire acondicionado, bastante necesarios para mitigar el ruido y el calor que el V12, ubicado a apenas unos centímetros del habitáculo, desprendía.
Todos los elementos estaban enfocados al rendimiento en carretera. Y en pista. Una suspensión de competición de tarado firme, un monocasco con efecto suelo y un motor en posición central daban cuenta de ello. El coche estaba desprovisto de cualquier control de tracción, ayuda electrónica e hidráulica, y ni tan siquiera los frenos, firmados por Brembo, contaban con sistema antibloqueo. Con todo, el F50 resultaba más pesado que su antecesor, y detenía la báscula en 1389Kg, 150 más que el F40. Ese aumento de peso unido a la mínima ganancia de potencia, resultaba en una relación peso/potencia favorable para el modelo ochentero.

Pero los ingenieros no se equivocaron en su propósito, y los números que sobre el papel parecían una desventaja, en el circuito de Fiorano, la pista de pruebas de la casa, ve sus frutos. El F50 reduce en cuatro segundos por vuelta el tiempo de su hermano. Una enorme brecha que destaca el eficaz comportamiento del vehículo. Y es que el esquema de suspensiones, la posición del motor y la ausencia total de elementos aislantes o innecesarios que creen pesos suspendidos, hacen que los balanceos de la carrocería sean prácticamente imperceptibles. El coche gira plano y rara vez pierde tracción, pudiendo exprimir al máximo su potencia. Culpa del excelente agarre la tiene también la aerodinámica, gracias al efecto suelo del fondo plano y al enorme alerón trasero.
El Ferrari F50 nació en una época en que la encarnizada batalla de cifras de sus rivales, y de su predecesor, logró eclipsar su superlativo rendimiento. Por suerte para los amantes de la conducción, el placer no entiende de números.

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